JON RIVAS / Enviado especial / Angers
En Angers, un vasco llamado Errandonea, le hurtó a Poulidor, que a sus 80 años todavía trabaja para el Tour, la posibilidad de vestirse, al menos por una vez en su vida, con el maillot amarillo. A las 10 de la noche del 29 de junio de 1967, Poupou se tuvo que rendir a la cruda realidad. Le habían diseñado un prólogo a su medida y se quedó a seis segundos. Ahora siempre viste de amarillo; cuando corría nunca lo hizo.
Angers propicia finales apretados, como el de Poulidor y Errandonea; o como el de Cavendish y Greipel aunque le televisión se fija más en Voeckler. A los franceses se les cae la baba con él. Es difícil de entender la fascinación por un ciclista a la vez fascinado por las cámaras de televisión. Voeckler es un histrión que cuando termine su carrera ciclista se ganará la vida muy bien recorriendo los platós televisivos como experto comentarista del Tour. Es posible imaginárselo incluso en algún reality de isla desierta, montando espectáculo cada vez que se enciende el piloto rojo de la cámara. Nadie pescará cangrejos como él, barbilla levantada, mirada altiva y lengua fuera.
Voeckler hipnotiza a los comentaristas televisivos. Anda la etapa dormida, para descargar el estrés, según algunos directores de equipo, con un desconocido con ganas de gloria llamado Fonseca, incapaz de abrir hueco con un pelotón que anda de charleta, cuando a Voeckler se le ocurre la humorada de unirse a la fiesta.
En el pelotón, claro, le dejan, y en la tele empiezan a hablar de su clase, de su valentía. Y en sólo unos minutos, la web del Tour, que sólo permitía votar a Armindo Fonseca como «combativo de la etapa», porque marchaba escapado desde la salida, rectifica, y como estaba cantado, le da el premio a su ciclista preferido.
Así que gana Cavendish, pero también gana Voeckler, y gana el pelotón, que se toma un respiro. Y sobre todo Contador, tranquilo toda la jornada. «Ninguna caída ni incidente a señalar», reza el parte médico.
