JON RIVAS / Enviado especial / Carentan
Nadie va a la playa en Normandía. Sopla un viento fresco, cortante casi, que neutraliza los efectos del sol, que sale o no sale, como por capricho. Acaba la etapa en Utah Beach y Cavendish, el líder británico, y un ciclista de cada nacionalidad de los países aliados que participaron en el histórico Día D, además del alemán André Greipel, colocan una rosa amarilla en el monumento a los caídos en la batalla y después se dan la mano para guardar un minuto de silencio. Toca un contrabajo. Es el colofón a la etapa. A la primera etapa.
Un minuto después de la ceremonia se abre la puerta del autobús amarillo chillón del Tinkoff, donde se ha consumido todo el hielo sobre el hombro de Contador. Aparece Alberto, con una camiseta gris y cara de circunstancias. Le apuntan veinte micrófonos a la cara. Disparan. «Soy optimista, pero sé que dolerá. Tengo magulladuras en el lado derecho desde el cuello hasta el tobillo». Sonríe con levedad. «Fue en una rotonda, rectifiqué porque había un bordillo y se fue la rueda delantera. No es la mejor forma de empezar».
Es el Tour. Siempre pasa algo en algún lugar con historia. ¿Quién no se pliega a la fascinación de escribir sobre el Desembarco cuando el Tour pasa por Sainte-Mère-Église? Los periodistas también son humanos, –casi todos–, y cuando el helicóptero del Tour capta la imagen de la iglesia del pueblo, viene a la cabeza el recuerdo de John Steele, el paracaidista estadounidense colgado del campanario cuya peripecia retrató Cornelius Ryan en El día más largo y que se representa en un vitral del templo.
Los ciclistas van a lo suyo, como es lógico, y no se fijan en esos detalles. En carrera, lo suyo es la brocha gorda y no el pincel detallista. Para observar la obra hay que alejarse. A primera vista es imposible ver lo que el pelotón ha querido hacer. Como con el paracaidista del Desembarco. Su visión necesita perspectiva.
No se sabe, así de primeras, qué pretenden cuando de repente se forma un revuelo en la cabeza y se ve a Nairo Quintana que cabalga y corta el viento caminito de París, hasta que las imágenes captan al público y se observa que sopla el viento con fuerza y que el movimiento en apariencia sin sentido, es sólo la respuesta automática de los ciclistas para no quedarse descolgados si alguien intenta montar un abanico.
El pelotón, que es como una ameba que va tomando formas caprichosas que en realidad no lo son, porque siempre responden a una ilógica lógica, tiende a dividirse cuando aparece una rotonda en la carretera. Unos por la izquierda, otros por la derecha y allá que van todos para juntarse donde la carretera se vuelve a estrechar y unir los destinos de los dos sentidos. Hay rotondas complicadas, que por ese afán de clasificarlo todo, podrían catalogarse como de cinco estrellas, y otras, como la del kilómetro 110, que, como mucho, tendría tres.
Pues allí fue donde Alberto Contador inauguró el capítulo de las desgracias. Resbaló; le cayó encima Luke Rowe, el corredor del Sky y compañero de Froome. Continuó pedaleando, cambió de bici, de zapatillas y siguió hasta la meta con un vendaje de tercera división. Un mal día, un comienzo pésimo. Lo que nadie quiere en un estreno. «A medida que pasen las horas me dolerá más porque se enfriará». Lo asume, se contempla cuando se saca el carnet de ciclista. Ni siquiera podía pensar en meterse a la cama y descansar, porque también es un suplicio.
Para Mark Cavendish sí fue un buen día. No estaba en las quinielas frente a los percherones alemanes. Cayó como un paracaidista, por sorpresa, sobre Utah Beach, la playa del Desembarco, para ganar la etapa y vestirse de amarillo. Después de salvar una caída espectacular a pocos metros de la meta.
