JON RIVAS / Enviado especial / Megève
Eddy Merckx, que sabe bastante de esto, apaga el móvil que le suena, antes de bendecir a Chris Froome que, satisfecho, confiesa unos segundos después que le gusta escuchar música clásica mientras calienta sobre el rodillo antes de salir a correr. Y a ganar. Con su maillot amarillo confeccionado a medida, al milímetro, para que no le tire la sisa durante su pelea individual contra el cronómetro.
La contrarreloj es como la música dodecafónica: hay que ser muy entendido para descifrarla; muy entusiasta para disfrutarla. Al común de los mortales le gusta más el concierto para piano y orquesta número 21 de Mozart, que tal vez escucha Froome con sus auriculares rojos, que las fantasías para guitarra y orquesta de Luis de Pablo.
Al aficionado medio le entusiasma más una etapa clásica de los Alpes que una contrarreloj de sube y baja. Salvo que haya plantado la caravana en el recorrido en ese punto justo en el que los ciclistas tiran los bidones, aunque siempre es más divertida una etapa en línea donde puede pasar, como sucedió el pasado miércoles, que se te plante un campeón como Peter Sagan en la puerta de tu casa rodante y te pida permiso para utilizar el baño.
Seguir una contrarreloj es como observar las pantallas de cotizaciones de Wall Street. Sólo lo que aparece allí vale de verdad. Ya puede tener buena pinta la ampliación de capital de Telefónica, que únicamente lo que digan los mercados va a misa; ya puede parecer que Froome lleva mala cadencia con su plato ovalado y que no es buena señal que le caigan chorros de sudor por la cara, marcadas las venas, que los tiempos oficiales dictan la realidad.
Por eso mirar la televisión y fijarse en los gestos de los contendientes suele ser un ejercicio tan baladí como fiarse de las israelitas a pie de urna. Si los electores pueden engañar a los encuestadores, las caras de los ciclistas no siempre son el espejo del alma, o de la concentración de lactatos en la sangre.
Porque Nairo Quintana, impasible el ademán, como se decía en tiempos pasados, por fin confiesa sus males, y le echa la culpa a una alergia indeterminada que no le permite rendir como quiere. «Me está pasando algo», y en esa confesión de cuatro palabras, concisa como siempre, expresa su dramática impotencia frente a Froome, que puede perder medio minuto en el primer control, para darle la vuelta a las estadísticas y evitar el sorpasso que pronostican las israelitas a pie de podio.
No lo hubo, no, y ni siquiera Dumoulin, que esperaba ansioso en la llegada, tuvo la satisfacción de ganar la etapa, porque Froome lo evitó con la naturalidad de los campeones; sin ferocidad. Sólo haciendo su trabajo.
