JON RIVAS | Catania/Enviado especial
Como un volcán. Mario Cipollini consiguió ayer lo que intentó en la víspera. Esta vez, el señor de las llegadas no tuvo rival. En Catania, la ciudad varias veces arrasada por el Etna, que la domina inquietante echando humo por su cráter, venció el rey León, un animal que, por cierto, es el símbolo de la ciudad.
Era una jornada prevista para mayor gloria del hombre más rápido en las llegadas, pero la victoria de Quaranta en la víspera ponía el punto de incertidumbre, por otra parte, tan necesario para mantener el interés.
Era un día, también, para aumentar las penas en el Kelme. El sábado a Pino le amargaron el estreno con la descalificación de Otxoa. Ayer, Chechu Rubiera, una de las mejores bazas del equipo, se levantó de la cama después de pasar una noche terrorífica de vómitos y diarreas. Cualquier mortal, en esas condiciones, se habría quedado arrebujado entre las sábanas, esperando la visita del médico y lamentándose de sus dolencias.
Rubiera, como es ciclista, se levantó. Se puso el uniforme y se montó en la bicicleta. Su rostro en la salida no era una cara, era una cruz. Alvaro Pino parecía la Dolorosa. En Kelme no estaba el horno para bollos.
El corredor gijonés tomó la salida, con esa confianza que sólo tienen los ciclistas, de ir mejorando con los kilómetros. A veces pasa. En esta ocasión, no. Se subió un puerto de tercera, nada para un Rubiera en forma, y empezó a quedarse atrás. Cuando el pelotón afrontaba los últimos kilómetros perdía siete minutos. Lo dejó. El Kelme tiene ya dos menos en sólo dos días. Esa fortuna que parecía acompañar al equipo alicantino en la carrera rosa parece que se esfuma en un suspiro.
Penas para unos y alegrías para otros. Los equipos españoles llegaron con optimismo al Giro, tal vez desmedido en algunos casos, y el Kelme, a la primera, ya se ha pegado dos batacazos. Pero la alegría va por barrios. Esta vez sonrieron Cipollini y los suyos.
Después de que el pelotón sofocara el fuego de una escapada sin esperanza de seis hombres, nadie pudo dominar al volcán. Como una corriente de lava descendiendo por la ladera del monte, la hilera de corredores vestidos de rojo, nueve del Saeco, se llevó por delante todo lo que encontró. La imagen aérea del pelotón en los últimos kilómetros era idéntica a la del Etna cuando la naturaleza lo enciende. El río rojo de fuego llegó desde atrás y en trayectoria sinuosa bajó hasta la ladera, quemando todo a su alrededor. Cuando abrasó a todo el grupo, a Cipollini sólo le restó completar el trabajo de su equipo. Bajo la sombra del Etna, cambió el rojo por el rosa.
Después, apagado el fuego, a Cipollini le quedó tiempo de agradecer a su escuadra la tarea impagable. Uno a uno. Hoy, entre Catania y Messina, estarán de nuevo dispuestos a sacrificarse por su jefe. Es un día bueno para intentar la vigesimoséptima victoria de etapa en el Giro.
